lunes, 13 de septiembre de 2010

El “peligro” populista

La democracia, eso se dice, es la forma de lo diverso, el ámbito formal y material por el que circulan, o deberían circular, las voces y los cuerpos de la pluralidad. La democracia, y en el interior de una sociedad que ha padecido los horrores del terrorismo de Estado esto es más grave y urgente, es mucho más que una cuestión formal o reducible a juegos jurídico-institucionales aunque sea, por supuesto, la base sin la cual la propia democracia se desvanece y, finalmente, se transforma en un nombre vacío. Pero, y eso lo hemos experimentado después de casi tres décadas de recuperación del estado de derecho, la democracia languidece allí donde queda cristalizada en su aspecto puramente formal dejando de lado algo que la acompaña desde los albores griegos y que denominamos “el litigio por la igualdad”, es decir, el conflicto que surge entre los incontables de la historia, los desposeídos de todos los bienes, y quienes, hablando de democracia, suelen quedarse con toda la riqueza socialmente producida. Democracia e igualdad se entraman asumiendo un vínculo siempre complejo, arduo y contradictorio.

Casi treinta años de recuperación del estado de derecho nos habilitan, qué duda cabe, para interrogar/nos por los alcances y los límites de nuestro tiempo democrático. Pensar que la democracia es algo natural e indiscutible es no sólo anquilosarla sino, más grave todavía, dejarla vacía de contenidos y exhausta ante su apropiación por aquellos que nunca creyeron en las virtudes de esa invención griega. Pero suponer, como también sostienen otros, que hay que separar prolijamente la forma del contenido, cuidando la calidad institucional, la circulación de los bienes simbólicos propios de la democracia mientras se ahondan las desigualdades y crece exponencialmente un orden económico que subvierte aquello que debería ser la base del sistema, esto es, la igualdad de derechos pero también de oportunidades, es condicionar, bajo retórica liberal y bien pensante, la invención democrática como el ámbito de reparación de las inequidades y las injusticias. Los progresistas de última generación, los que fueron amasados durante los años noventa, han aprendido a invisibilizar el litigio por la igualdad arrojándolo al tacho de los desperdicios o de los conceptos anacrónicos mientras se afanan por mitologizar la dimensión “institucional y legal” de la democracia. Para ellos la cuestión urgente de lo social y de la desigualdad lejos de ser la masa crítica de una genuina república democrática suele expresar los deslizamientos hacia el peligro populista, la habilitación de la demagogia y del clientelismo. Sin decirlo han hecho suya la matriz neoliberal que en las décadas finales del siglo pasado condicionó las democracias continentales amputándoles toda referencia a lo social y al conflicto como núcleos de la politicidad democrática.

En América latina, continente que conoció de manera apabullante las distintas prácticas dictatoriales, la época signada por la recuperación de la democracia, por el aparente logro de su estabilidad, no supuso el avance de la equidad ni de la justicia distributiva sino que, por el contrario, ofreció la peor de las realidades: entre los años ’80 y ’90 lo que creció exponencialmente fue la desigualdad y la concentración de la riqueza transformando al continente sudamericano en el más desigual del planeta. Deuda profunda y esencial de un sistema político, el democrático, que habilitó la mesa para que todos participaran del banquete pero que, a la hora de la invitación efectiva, dejo a las mayorías afuera.

Lo llamativo es que en el preciso momento histórico en que varios países de la región buscan acortar las distancias entre la dimensión formal de la democracia y las deudas sociales impagas hacia las grandes mayorías populares, se alzan las voces de alerta de los “defensores” del establishment, de los adoradores de la calidad institucional que vienen a denunciar el avance prodigioso de la bestia populista, la amenaza última y más grave por la que tendrá que atravesar nuestro continente en su camino hacia la “civilización”, momento en el que por fin alcanzaremos el estatuto de “países serios” y nos desprenderemos de nuestros dictadorzuelos tan emblemáticos, de esos que provienen de la saga de los Cárdenas, de los Perón, de los Vargas y de tantos otros exponentes del macondismo latinoamericano.

Poco o nada les importa la brutal brecha entre ricos y pobres, mucho menos les interesa cuestionar la lógica depredadora del capitalismo neoliberal, para ellos el gran peligro se relaciona con el retorno de los populismos. Sus enemigos irreconciliables llevan los nombres de Chávez, Néstor y Cristina Kirchner, Evo Morales, Correa, Lugo. Atrincherados en la ardiente defensa de las instituciones democráticas, campeones de la división de los poderes, adalides de la libertad de prensa siempre amenazada, fervorosos sostenedores del libre mercado, dirigen todas sus baterías contra quienes han venido a cuestionar la marcha de América latina hacia la “madurez democrática”. Para ellos la diversidad, el pluralismo y el consenso terminan cuando tienen que describir el “horror populista”. En ese momento su arsenal retórico se nutre de los vocablos más ultrajantes y soeces arrojando a diestra y siniestra palabras como “fascismo”, “totalitarismo”, “Estado terrorista”, “autoritarismo”, “censura”, etcétera. Sus descripciones de los gobiernos caracterizados como “populistas” son intercambiables con las que se podía hacer, en otro contexto histórico, con los regímenes del fascismo histórico. Más allá del abuso del lenguaje nos encontramos ante un brutal ejercicio antidemocrático, ante una virulencia canalla que pone en cuestión la propia legitimidad de aquellos que llegaron al gobierno respetando todas y cada una de las formas democráticas.

2. Lo que no deja de sorprender es que algunas voces de prestigiosos intelectuales, otrora identificados con perspectivas progresistas, se afanen con sistemática prolijidad en cuestionar por autoritario y hasta por totalitario (¡sic!) a un gobierno que, siendo legítimo y legal (porque llegó con un importante caudal de votos y porque siempre habilitó el juego de la autonomía de los poderes), ha buscado, con más aciertos y errores, modificar el modelo económico que desde 1976 profundizó la inequidad, la injusticia y la pobreza. Juan José Sebreli, liberal de escritorio que suele invisibilizar lo que ha significado el liberalismo a lo largo de nuestra historia, las terribles dosis de violencia que supo desencadenar y las retóricas del genocidio que desplegó desde el siglo XIX hasta alcanzar una de sus cotas más altas con el proyecto cívico-militar de la dictadura videlista, se desvive por establecer relaciones “inequívocas” entre el actual “demonio populista” y el peligro de un avance totalitario.

Para el bueno de Sebreli la interpretación que desde el kirchnerismo se hace de la historia nacional, el giro que provocó en un relato hegemonizado por los vencedores de siempre, se asemeja a lo hecho por el estalinismo, es decir, por el sistemático borramiento de la verdad histórica en nombre de los intereses ideologizados de un grupo ávido de poder. La pobreza argumentativa de Sebreli, su chatura conceptual, sería memorable si no viniera a expresar el sentido común de algunos sectores del establishment económico-mediático y el estado de ánimo interpretativo-prejuicioso de franjas de la clase media atiborradas de antiguo y nuevo gorilismo. Un cualunquismo del mediopelo que suele rodearse de venerables bibliografías para hacer pasar por inteligentes lo que no son más que vulgaridades atravesadas por el prejuicio y el racismo.

Algo equivalente, aunque yendo por otros caminos también trillados infatigablemente por los publicistas del establishment, viene propinando, desde las democráticas y populares páginas de La Nación, reiterada y concienzudamente, Beatriz Sarlo. Haciendo algunos malabarismos conceptuales, hundiendo el filo de su argumentación supuestamente refinada y erudita en algunos núcleos decisivos y laberínticos de nuestra historia reciente, suele culminar en lo que ya se ha transformado en un preconcepto irrevocable: todo, absolutamente todo lo que hacen los Kirchner tiene que ver con su insaciable sed de poder. Son los Nerón de la época, los enloquecidos portadores de un afán salvaje que, de la mano del oportunismo más desenfrenado e impune, los ha llevado por los desfiladeros del populismo y la demagogia, contaminando hasta envenenarla por completo a la saga de los derechos humanos. Su pragmatismo radical no conoce de límites ni de pudores, ellos sólo aspiran al poder.

En ese afán loco se apropiaron del relato de la historia transformándolo en vodevil circense durante las jornadas del Bicentenario, de la generación de los setenta, de la lucha de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, de las tradiciones latinoamericanistas, del “mesianismo montonero”, y de toda urdimbre ideológico-demencial que estuviera a mano para perpetuarlos en la Casa Rosada. Conflicto por la renta agraria, reestatización del sistema jubilatorio, creación compartida de la Unasur, derogación de las leyes de impunidad y reapertura de los juicios, saneamiento de la Corte Suprema de Justicia, desendeudamiento con el FMI, recuperación salarial, paritarias, ley de servicios audiovisuales, asignación universal, matrimonio civil igualitario, denuncia de los orígenes brutales del negocio llamado “Papel Prensa”, y sigue la lista, son, para tan ilustre intelectual, la suma de una colosal operación ficcional, el pleno ejercicio de la impostura (apenas Pino Solanas se le asemeja a la hora de enarbolar esa graciosa retórica a través de la cual nada de lo que sucede tiene que ver con el orden de la realidad y mucho menos con las intenciones desplegadas por un gobierno esencial y estructuralmente impostor). Llama la atención la vacuidad y la pobreza argumentativa, el amontonamiento de palabras y descripciones supuestamente históricas para sostener una idea repetida hasta la náusea por los escribas de la derecha neoliberal, esos mismos que escriben en el mismo diario pero que lo hacen sin subterfugios neoprogresistas ni alambicamientos conceptuales. Últimamente podrían resultar intercambiables las columnas de Mariano Grondona, de Beatriz Sarlo, de Juan José Sebreli y de Joaquín Morales Solá. Dicen, con estilos diferentes, prácticamente lo mismo.

Regresando, entonces, a lo señalado al comienzo de este artículo: para ellos, escribas de la República, la democracia está amenazada, sus instituciones han sido prostituidas y, más grave todavía, la memoria del país también está amenazada de irreparable insania, de esa que han sabido desplegar, con astucia envenenada, los Kirchner. En su peculiar concepción de la democracia estaríamos deslizándonos hacia el totalitarismo. Elisa Carrió suele decir lo mismo con menor refinamiento y mayor explosión apocalíptica: es el fascismo el que gobierna la República y la última trinchera que nos queda para defender la libertad lleva el nombre del señor Magnetto y del Grupo Clarín. Patético si no fuera parte del arsenal destituyente, de ese mismo arsenal que reduce la democracia a la defensa irrestricta de los intereses corporativos.

RICARDO FORSTER

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